He advertido en múltiples
espacios que el país requiere una reforma sustancial y estructural al sistema
jurisdiccional. Tanto más cuando de manera constante la realidad nos lo
demuestra. Pero, adelantar este megaproyecto acarrea innumerables dificultades,
porque en primer término las Cortes no tienen voluntad de auto-reformarse, de
manera que, si el congreso tramitare dicha reforma, la misma se hundiría en los
anaqueles de la Corte Constitucional.
Está decantado que los
magistrados del alto tribunal no querrán desprenderse de las funciones
omnímodas que les permite intervenir en lo divino y en lo humano. En segundo
término, considero que pensar en una asamblea nacional constituyente para
reformar únicamente el aparato jurisdiccional es un despropósito monumental, en
la medida en que, el conducto regular es hacer uso de dicho instrumento para
reformar la constitución en su totalidad y no meras partes de la misma.
No me agrada, como quisiera, la
Constitución de 1991, empero, no hay actualmente en Colombia una sola fuerza
política idónea para reformar integralmente la misma; primero, porque cada
colectividad representa exclusivamente sus intereses políticos, y, segundo,
porque no cuentan ni con la preparación suficiente, ni mucho menos con la
probidad debida para adelantar un megaproyecto de tamaña envergadura. Crear una
constitución, más que un simple asunto político, es un asunto jurídico que
exige la intervención de los más excelsos académicos, juristas y tratadistas
nacionales, los cuales per-se deben conocer la realidad jurídica del país, a
fin de adaptar acuciosamente la Carta Política a las necesidades de todos los
colombianos, y no de unos pocos.
La Constitución de 1991, según la
visión del profesor Ricardo Zuluaga Gil- un reputado constitucionalista
antioqueño- cumplió con su papel durante los primeros diez años, como quiera
que, posteriormente, se deterioró por el oportunismo, la demagogia y el
populismo de la Corte Constitucional, así como de diversos sectores políticos
que comenzaron a reformarla hasta convertirla en una colcha de retazos, cuyos
resultados contribuyeron al padecimiento de una Carta inviable e insostenible
económica, jurídica, política y socialmente.
A la postre, comenzamos a padecer
graves desastres, tales como evidenciar que en la parte orgánica no sólo es el
sistema jurisdiccional el que está putrefacto, sino también el sistema
político, el cual, dicho sea de paso, no es que esté muy bien que digamos.
Verbigracia, la figura de la descentralización administrativa nunca se puso en
marcha, porque hasta ahora no ha habido ni la más mínima autonomía de las
regiones, sino excesiva sumisión al ejecutivo central en temas cruciales como
la Minería, entre muchos otros.
Adicionalmente, la realidad de
los derechos fundamentales en Colombia es paupérrima y patética, pues solo
basta revisar la efectividad de los derechos a la salud, a la educación, a la
vivienda digna o a la libertad personal tratándose de detenciones arbitrarias e
ilegales. Encontramos excesiva utopía, pero poca eficacia en la normativa
constitucional.
Ahora bien, ¿Por dónde podríamos
salvar la Constitución de 1991? Por la retórica de la Corte no lo creo, y, por
sus sentencias kilométricas mucho menos. Ello es sencillamente risible porque,
jurisprudencia ineficaz para enmarcar es lo que le sobra a Colombia. Luego, el
asunto es de fondo, toda vez que el país requiere de una Constitución real,
efectiva, palpable, y tangible que le llegue al pueblo para transformar las
tristes realidades que lo aquejan.
¿A dónde quiero llegar con lo
expuesto? A que analicen el llamado de un simple ciudadano como yo, para que
comprendan que no podemos concentrarnos únicamente en reformar el aparato
jurisdiccional mediante asamblea nacional constituyente, mucho menos para
atacar una medida desproporcionada de un alto tribunal, porque así nos cueste
reconocerlo, ello sería una burda imprudencia. El único camino viable aquí es
reformar plenamente la constitución nacional, porque la misma falló, y no pasó
la prueba. No es sólo la justicia la que está maltrecha, sino también el
sistema político y los derechos fundamentales.
Aunque, no sobra aclarar que un
cambio de esta naturaleza no puede provenir exclusivamente de una fuerza
política, sino que debe requerir de un gran acuerdo nacional que, desde ahora,
debe liderar el presidente Iván Duque en su calidad de jefe de estado, jefe de
gobierno y suprema autoridad administrativa.
Este consenso nacional debe
incluir a los académicos y juristas de las más altas calidades, quienes,
previamente, deberán encargarse de guiar a todas y cada una de las fuerzas
políticas colombianas en la construcción de las bases para llevar a cabo una
plena reforma a la Constitución. Ello debe ser concertado; además de los ciudadanos
colombianos, no puede ser una reforma de una sola colectividad, sino de todas
las colectividades existentes, pero claro está, con la asesoría constante y
permanente de la academia nacional.
No sería tarea fácil convencer a
la academia porque se trata de un asunto que aquella ha soslayado, aunque estoy
convencido que de darse el llamado del presidente Duque ello sería una
realidad. ¡Ese es el camino!
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