Contrario al criterio de algunos,
consideramos que la vida versa sobre múltiples competencias, puesto que todos
por nuestra condición humana estamos llamados a competir, bien sea con nuestras
realidades, con nosotros mismos, con otras personas, y/o con situaciones o
cosas. El hecho de sopesar el anhelo de victoria que existe en nuestras vidas
conlleva grandes apasionamientos encaminados a entregarlo todo por las metas
propuestas. El hombre como ser racional, siempre, estará llamado a competir por
cuestiones de satisfacción personal, pues es de grato alborozo obtener
espléndidos triunfos venciendo a los adversarios o contendores; teniendo en
cuenta que dichas victorias son bien logradas por vía de la rectitud, de la
trasparencia y de la razón.
Las competencias sanas son
trascendentales para mantener la armonía y la convivencia en la sociedad,
puesto que sí hay respeto por las reglas difícilmente encontraremos conflictos
de voluntades entre los contendores que han hecho parte de la contienda.
Empero, la realidad es otra cuando de política se trata, o por lo menos cuando
a ciertos personajes de la vida pública nos referimos, pues hay quienes no
admiten la victoria sana de sus contendores y se obsesionan por generar
desagradables ambientes sociales incentivando odio, rencor, discordia y
disgregación: no aceptan la derrota con mesura y altura, sino que asumen una
posición revanchista y fastidiosa para maquillar su fracaso.
El sofisma de distracción es el
arma negativa del mal perdedor. Tal cual así hemos observado al contendor del
presidente electo Iván Duque, vociferando ira visceral en las redes sociales
con cuanta cosa se le viene a la cabeza para denigrar de sus ganadores.
Improperios tales como utilizar la imagen de un exjugador de fútbol asesinado
por motivos fútiles, para acusar al expresidente Uribe de ser el socio de su
asesino, entre tantas otras cosas, resultan realmente nauseabundas y
despreciables desde cualquier punto de vista.
Es grave padecer la energía
oscura de una persona tóxica, pero es mucho más peligroso que dicha persona
cuente con aspiraciones presidenciales y quiera gobernar a un país que necesita
de todo, menos a quien incentive aversión y perversión. Aquel que no cuente con
la humildad y la gallardía para aceptar con decoro y altura sus derrotas no es
apto para dirigir los hilos de una patria, toda vez que es indispensable asumir
las pérdidas con madurez y mesura, comprendiendo que para construir futuro el
baluarte más importante es enlazar al conglomerado, pero nunca fragmentarlo por
cuestiones de ego descabellado.
En efecto, si Gustavo Petro
cambiara su actitud repulsiva, rencorosa y vanidosa por aspectos positivos de
construcción, seguramente podríamos pensar en un futuro próximo con un país
diferente. Infortunadamente, su juego radica en incendiar a las mentes
desubicadas para equiparar su detestable lucha de clases, contaminada de un
surrealismo populista que, constantemente profiere. Para él lo único bueno es
lo suyo y no hay lugar a algo más: ¡Qué posición tan repugnante!
¡Motivos suficientes para no
quererlo, pues por su actitud y comportamiento comprendemos que Petro es un
adversario perverso!
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